Ángel, el hombre
Por Líbana Nacif Heredia
Abre la cajetilla de Malvoro Rojo (los más fuertes), enciende con su zipo un cigarrillo mientras con un gesto elegante, observa por un instante el contacto del fuego con el tabaco, saca un poco de humo, después de saborearlo en su garganta, deja el pitillo sobre el cenicero y lleva sus manos ahora al lado derecho de su rostro para sostenerlo mientras conversa con los hombres.
Por Líbana Nacif Heredia
Abre la cajetilla de Malvoro Rojo (los más fuertes), enciende con su zipo un cigarrillo mientras con un gesto elegante, observa por un instante el contacto del fuego con el tabaco, saca un poco de humo, después de saborearlo en su garganta, deja el pitillo sobre el cenicero y lleva sus manos ahora al lado derecho de su rostro para sostenerlo mientras conversa con los hombres.
Su codo en la mesa esmeradamente lustrada con cera, evita el reflejo de su rostro completo. La guayabera es de lino, el anillo de oro, y el relog tan discreto que obliga a dejar el comentario al aire.
Elegante y fresco, desenfadado y erguido, arropa el político a su interlocutor y le externa la invitación a su proyecto: “vamos a ganar”, le dice, y enfatiza que con su ayuda será de los primeros beneficiados en su gobierno, “que no te quepa la menor duda,” matiza.
La charla continúa entre risas, recuerdos, anegdotas de su andar político, en el gobierno del estado, en el poder legislativo, como jefe de partido; siempre con voz gruesa y mirada suave, el ex gobernador interino apapacha a quien en el fondo lo sigue con esmero y en la superficie simula no estar convencido (quiere dejarse apapachar, quiere algo).
Deja estirar al máximo la carne de sus labios al regalar una sonrisa, sabe que los orificios que provoca en sus mejillas seducen a cualquiera; ya encarrerado suelta un regionalismo costeño, el otro se ríe y ríe y ríe.
Ángel Aguirre camina erguido, sus finos mocasines tabaco combinan con su pantalón y contrastan con su guayabera, su estatura impone y su ronca voz revela su don de mando.
“Nací para servir a mi pueblo” suele decir en campaña y fuera de ella, y ya en el camino hacia la primera nominación a la que los hombres han delegado el poder para el servicio legitimo hacia el pueblo, el de Ometepec se encomienda a Dios y recorre los caminos del sur.