El sur Acapulco, 23 de junio de 2008.
Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan
La experiencia que tenemos los ciudadanos sobre la alternancia política en nuestro país y en nuestro Estado, es que los partidos políticos se han transformado en meras fachadas que anuncian cambios en nuestra sociedad, haciendo uso de la mercadotecnia para poder vender su producto en los medios masivos de comunicación a una clientela cautiva, que ha aprendido a consumir todo lo que le anuncian en la televisión de manera acrítica.
Los partidos políticos con las reformas que ellos mismos han hecho a través de sus representantes en el Congreso de la Unión, se han adjudicado más poder, más presupuesto público y se han acorazado en la impunidad. A pesar de las reformas electorales, los partidos han afinado su estrategia política elaborando códigos a su conveniencia para contar con institutos electorales supeditados a sus intereses y nombrando autoridades con un poder acotado.El poder político y económico que han adquirido los partidos, lo han invertido para transformar sus instituciones en maquinarias de votos. Toda su planeación estratégica está orientada básicamente a crear una imagen mediática que les arroje resultados favorables en la disputa por el poder dentro de los procesos electorales.
Las urnas y los votos forman parte del botín político de los partidos y al interior de los mismos. Las clientelas electorales representan ganancias y privilegios, por eso, las corrientes partidistas vienen a expresar la diversidad de intereses tribales que nada tienen que ver con el desarrollo democrático. A los ciudadanos nos cuesta muy cara la democracia electoral, porque buena parte del presupuesto público se tiene que destinar a los partidos políticos, en el entendido de que son sus principales protagonistas. Podemos decir que la población “tiene” que pagar a los partidos para que hagan sus campañas y accedan al poder; por eso, resulta tan atractivo en nuestro país y en nuestro Estado el negocio de la política porque se trabaja con cargo al erario público y, además, gozan de múltiples prerrogativas. La democracia electoral se hace presa de la visión empresarial que impera en Occidente sobre el quehacer político. Registrar un partido es como comprar alguna franquicia para poder explotar la marca de una nueva mercancía conocida como “democracia electorera”.
Cuando los partidos políticos se insertan a la lógica del libre mercado, los verdaderos valores de la cultura democrática se esfuman y sólo se utilizan en los discursos y la propaganda electoral. Los valores democráticos se convierten en una mera envoltura que esconde la mezquindad y las ambiciones políticas para venderla como producto “chatarra” a una clientela consumista, acostumbrada a usar y a tirar lo que compra. Por más que busquemos idealizar y teorizar sobre la importancia de los partidos políticos en el desarrollo de nuestra cultura democrática, los ciudadanos y ciudadanas vemos en la vida cotidiana que se trata más bien de empresas o maquinarias de votos encaminadas a realizar negocios con los procesos electorales. Por eso, no nos debe extrañar que en el periodo previo a las elecciones, los partidos políticos y sus candidatos inviertan buena parte de su capital para ganar clientelas a través de dádivas y promesas que para nada modifican la situación socioeconómica de los electores. Más que plataformas políticas, abunda la mercadotecnia y la práctica viciada de la compra del voto.
En esta temporada los políticos se transforman en mercaderes y se las ingenian para saber qué productos pueden agradar a sus clientes; actuando como merolicos ofrecen cubetas, molinos de mano, fertilizante, cemento, tinacos, pipas de agua, etcétera. Este mundillo del mercadeo es en lo que más se ocupan los precandidatos y candidatos de la próxima contienda electoral, que sueñan con llegar al trono para gobernar como reyes.
Cuando algún partido logra triunfar en la contienda electoral, las autoridades electas tejen sus alianzas con las élites políticas para pagar los favores recibidos y emprender los negocios que de manera automática les llegan a sus manos, como premio a su trabajo electorero. Es cuando cruzan el umbral de los mortales para entrar al reino de los privilegiados. Los políticos viven una metamorfosis y sienten que su voz es una orden y los ciudadanos sus vasallos. Con toda la parafernalia del poder empiezan a perder piso y a mirar de arriba hacia abajo.El ciudadano, por su parte, se forja altas expectativas de las nuevas autoridades, pensando que su llegada al poder está motivada por la vocación de servicio y su solidez ética. Le da un tiempo de prueba al gobernante para que logre sentarse en el cargo y pueda cumplir con el mandato que el pueblo le confirió. La paciencia y tolerancia de la población llega a su límite cuando aparece la arrogancia como el nuevo estilo para establecer las relaciones con ella. En esta interacción vertical aparecen las ofensas, los malos tratos y los golpes bajos a su clientela política, que se desconcierta porque no da crédito a la consumación de una traición y le cuesta trabajo aceptar que fue víctima de una teatralización de la política.
El gobierno cura la cruda electoral de los ciudadanos con el desprecio, el maltrato, la descalificación, la persecución y el encarcelamiento. Las urnas y la represión vienen a ser los ejes fundamentales de la relación que establecen las autoridades con la sociedad civil. El ciudadano existe mientras representa un capital político que se deposita en las urnas y es un actor incómodo cuando exige diálogo y respuestas eficaces a sus demandas. En este segundo plano, el ciudadano ya no es atendido como el “cliente consentido”, sino como el intruso que atenta contra el sistema político que le ha brindado la oportunidad de vivir como rey.
El aura de poder que posee el nuevo gobernante lo convierte en un político intolerante y colérico. No permite que la población le levante la voz públicamente y tome las calles o las instalaciones del gobierno, para bajarlo de su trono y sentarlo a dialogar. La comodidad que da el poder político y la mezquindad de sus intereses personales, orilla a que los gobernantes ignoren los planteamientos legítimos y justos de la sociedad. Prevalece una tendencia a invisibilizar los conflictos y a no reconocer los movimientos sociales que se niegan a vivir en el silencio y en la indigencia. A los líderes sociales se les niega su legitimidad y autoridad moral y son objeto de una represión selectiva. La confrontación social y política que no encuentra canales de interlocución, provoca un escalamiento de los conflictos que obliga a los ciudadanos, como parte agraviada, a tomar medidas más radicales con el único fin de hacer valer sus derechos. La posición del gobierno es de mayor inflexibilidad y cerrazón; su instinto autoritario lo obliga a demostrar su fuerza y su poder, y a no buscar el diálogo, lo que ahonda la confrontación. En estas circunstancias, al gobierno le viene bien la represión selectiva de los luchadores sociales para sacar de la esfera social los conflictos e introducirlos en el ámbito penal y, de este modo, judicializar las demandas fundamentales por las que se moviliza la población.
El método autoritario busca desmovilizar silenciosamente a las organizaciones sociales y las inserta en una dinámica de desgaste al enfrentarlas a procesos penales que las obligan a retroceder en su lucha. Al concentrarse en nuevos problemas relacionados con la persecución y encarcelamiento de sus líderes, cambian las prioridades de su movimiento. Así, el gobierno fortalece su tendencia criminalizadora y su poder punitivo; se engalla para confrontar a los movimientos sociales e implementa la lógica de la guerra preventiva, con el apoyo de las fuerzas policiacas y militares.
A los ciudadanos que se organizan y protestan se les da un trato de delincuentes y forman parte de la lista negra que clasifica a las personas como subversivos y, por ende, enemigos del sistema dominante.La mano dura en una democracia en ciernes, no es sino la expresión de la incapacidad de las autoridades para generar consensos sociales y resolver por la vía del diálogo los conflictos. Los síntomas de un gobierno esquizofrénico se presentan recurrentemente cuando la población hace uso del derecho a la protesta en nuestro estado, como ha sucedido con varios movimientos indígenas, estudiantiles, campesinos y magisteriales, que son clasificados como peligrosos y violentos.
En Guerrero estamos ante un gobierno perredista que se siente rodeado de enemigos y amenazado por movimientos de resistencia conformados por la población pobre, que su único delito es negarse a morir de hambre, a seguir sumidos en el analfabetismo y a cegar su vida a causa de enfermedades curables.De acuerdo con las estadísticas sobre la criminalización de la protesta social, hemos documentado los casos de 42 indígenas Nauas, 37 del pueblo Me’phaa, 11 Amuzgos y siete indígenas Na savi, acusados, en su mayoría, de ataques a las vías de comunicación y privación de la libertad personal. Es claro que la respuesta del Gobierno del Estado a la lucha por la justicia y la dignidad de los Pueblos Indígenas, se centra en castigar la pobreza y criminalizar la protesta.